Cuando los psicólogos sociales y los científicos del comportamiento hablan de normas sociales, suelen estar menos interesados en prácticas culturales específicas (como los apretones de manos) que en las tendencias generales del comportamiento humano. Muchas investigaciones en este ámbito han estudiado la influencia de las normas en las acciones de las personas, es decir, cómo el comportamiento de las personas se ve influido por el comportamiento de los demás. Estos estudios han demostrado que las personas a menudo se dejan influir simplemente observando cómo actúan los demás, incluso cuando no se les ha dicho que actúen de una manera específica.
Un estudio, realizado por Elliot Aronson y Michael O’Leary en la década de 1980, investigó si las normas sociales afectaban al consumo de agua de los estudiantes. En aquel momento, Aronson y O’Leary estaban en la Universidad de California en Santa Cruz, donde la sequía es un problema recurrente. La universidad había colocado carteles en las duchas del campus en los que se pedía a los estudiantes que conservaran el agua cerrando la ducha mientras se enjabonaban. A pesar de los carteles, sólo el 6% de los estudiantes seguía esta petición.1 Así que los investigadores reclutaron a algunos estudiantes varones para que participaran en un experimento.
Un estudiante, el modelo a seguir, entró en la sala de duchas, abrió la ducha y esperó hasta que oyó entrar a otra persona. En ese momento, el modelo de rol cerró la ducha para enjabonarse, como indicaba el cartel. Cuando el modelo de conducta terminaba de ducharse y salía de la habitación, entraba otro alumno, el observador, para ver si el otro alumno había hecho lo mismo. Los investigadores descubrieron que el 49% de los estudiantes seguía el comportamiento del modelo de conducta y, cuando se añadía un segundo modelo de conducta, el 67% lo hacía.2
Además de la tendencia general de las personas a actuar de la misma manera que los demás, hay algunas normas específicas que suelen guiar el comportamiento de las personas (al menos en las sociedades occidentales, donde se ha realizado la mayor parte de la investigación pertinente), como la norma de reciprocidad: el hecho de que normalmente nos sentimos obligados a devolver el favor cuando otra persona hace algo bueno por nosotros.
En un experimento que demuestra el poder de la reciprocidad, se dijo a los participantes que el estudio era sobre «habilidades cognitivas perceptivas», y se les dio varias tareas para completar. En algún momento del experimento, un confederado -alguien que se hacía pasar por un participante que realmente estaba en el experimento- se levantó para ir al baño. Para la mitad de los participantes, regresó con una botella de agua, como favor. Más tarde, el confederado preguntó al participante si estaba dispuesto a completar una encuesta para un proyecto de investigación, dándole una copia de la encuesta y diciéndole dónde podía ir a dejarla. Los participantes que habían recibido una botella de agua del confederado eran significativamente más propensos a rellenar la encuesta, devolviendo el favor.3
Está claro que las normas sociales pueden tener una fuerte influencia en nuestro comportamiento. Pero, ¿por qué es así? En situaciones en las que estamos menos familiarizados con lo que ocurre y nos sentimos menos seguros de cómo debemos actuar, es posible que sigamos los comportamientos de los demás simplemente porque es nuestra mejor opción. Pero la mayoría de las veces, nuestra adhesión a las normas sociales tiene más que ver con presiones evolutivas y con nuestro deseo de vernos a nosotros mismos bajo una determinada luz.
Hemos evolucionado para anhelar la aceptación
Uno de los motores más fuertes del comportamiento humano es nuestra necesidad de pertenencia. Los humanos son criaturas sociales, y hay una razón importante para ello: en la prehistoria, no había otra forma de sobrevivir. En un entorno antiguo duro e implacable, era crucial mantener buenas relaciones con los demás, formar parte de un colectivo. Actuar en grupo permitía a los humanos cazar animales más grandes, defenderse mejor de los depredadores o enemigos, compartir alimentos y recursos entre ellos, y mucho más. Los individuos que sobrevivían lo suficiente como para transmitir sus genes a la siguiente generación eran, con toda probabilidad, los que mantenían estrechos vínculos con el resto de su tribu.4
En la era moderna, puede que ya no necesitemos la ayuda de nuestros compañeros para abatir un mamut lanudo, pero nuestros cerebros aún conservan el cableado neuronal de nuestros antepasados. La necesidad de pertenencia y el deseo de cercanía con los demás se considera una motivación humana fundamental.4 La conexión social es tan integral para nuestra existencia que la falta de ella es perjudicial para nuestra salud física: en un metaanálisis que revisó los resultados de 148 estudios sobre el aislamiento social y la mortalidad, los investigadores descubrieron que las personas con fuertes relaciones sociales tenían un 50% más de probabilidades de sobrevivir.5
Al seguir las normas sociales, evitamos erizar las plumas y arriesgarnos a ser rechazados por los demás. Algunas normas específicas, como la norma de la reciprocidad, también parecen existir específicamente para mejorar nuestras relaciones con otras personas y crear un sentido de unidad.
Queremos proteger nuestro autoconcepto
Otra necesidad humana fundamental, junto con la pertenencia, es la necesidad de mantener una imagen positiva de nosotros mismos. Una forma de hacerlo es mantener nuestro comportamiento en consonancia con las normas y los valores que interiorizamos gradualmente a medida que crecemos.
A medida que vamos madurando, aprendemos las normas de nuestra sociedad tanto a través de la observación como del refuerzo directo: ciertos comportamientos son recompensados, mientras que otros son castigados. Cuando llegamos a la edad adulta, la mayoría de nosotros tenemos un conjunto firme de valores y una idea particular de cómo se comporta una «buena persona». Y como todos queremos vernos como buenas personas, a menudo nos sometemos a los estándares establecidos por nuestras normas personales -las normas que hemos interiorizado- para proteger nuestro propio autoconcepto.6
Hay pruebas experimentales que respaldan esta idea. En un estudio realizado en 1991, los investigadores pidieron a los participantes que rellenaran un cuestionario en el que se evaluaba su actitud respecto a tirar la basura. A continuación, les hicieron completar una tarea mientras los investigadores monitorizaban su ritmo cardíaco y su respuesta de conductancia de la piel (cuánto sudaban), que requería poner una pasta especial en una de sus palmas. Mientras los participantes realizaban las tareas, también miraban un monitor de televisión, que mostraba una imagen de ellos mismos realizando la tarea (el grupo de «enfoque interno»), o una serie de formas geométricas (el grupo de «enfoque externo»).
Una vez terminada la tarea, se les dijo a los participantes que podían marcharse, y se les dio un trozo de toalla de papel para que se quitaran la pasta de las manos. Lo que los participantes no sabían es que los investigadores comprobarían si habían ensuciado, dejando caer la toalla de papel en el hueco de la escalera fuera de la sala del experimento. Los resultados mostraron que, en el caso de las personas que tenían una fuerte norma personal contra la basura, estar en la condición de enfoque interno disminuía significativamente la cantidad de basura, mientras que en el caso de las personas a las que no les importaba realmente la basura para empezar, no tenía mucho efecto.8 ¿Por qué? Los investigadores sostienen que el hecho de verse a sí mismos en la pantalla del televisor hace que las personas sean más conscientes de su autoconcepto y que sean más propensas a actuar de forma coherente con sus normas y valores interiorizados.